Lo que estaba oculto desde la creación del mundo: Mt 13,24-43

En este Domingo XVI del tiempo ordinario continuamos la lectura del capítulo XIII del Evangelio de Mateo. Después de la parábola del sembrador, el evangelista nos presenta otras tres parábolas, que se caracterizan por tener la misma introducción: «Otra parábola les propuso, diciendo: “El Reino de los cielos es semejante a…”».

Decíamos que en este capítulo XIII el evangelista reúne ocho parábolas, constituyendo dentro de la organización de su Evangelio un discurso de Jesús en parábolas. El discurso comienza con el anuncio: «Les habló muchas cosas en parábolas», y termina con la conclusión: «Cuando completó Jesús estas parábolas, partió de allí» (Mt 13,53). Pero ciertamente Jesús no dijo todas esas parábolas juntas. ¿Por qué las agrupa el evangelista?

Mateo las agrupa, porque tienen un tema común, que el evangelista ve en el cumplimiento de un oráculo profético: «Abriré mi boca en parábolas, diré lo que estaba oculto desde la creación del mundo». Las parábolas son, entonces, la manifestación de algo que, desde la creación del mundo hasta ese momento, estaba oculto. Es algo que a nosotros se nos ha dado ver y oír: «¡Dichosos los ojos de ustedes, porque ven, y los oídos de ustedes, porque oyen! Pues les aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que ustedes ven, pero no lo vieron, y oír lo que ustedes oyen, pero no lo oyeron» (Mt 13,16-17). A esa realidad, cuyo conocimiento hace dichoso, Jesús la llama «el Reino de los cielos». Es la realidad que tiene que expresar por medio de las parábolas: «El Reino de los cielos es semejante a…».

Para entender entonces qué es lo que Jesús llama «el Reino de los cielos» debemos buscar qué es lo que estaba oculto desde la creación del mundo y ahora se ha manifestado. San Pablo lo dice con claridad: «Cuando se cumplió la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer… para que recibieramos la adopción como hijos… Envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su hijo que clama: “Abbá, Padre”. De manera que ya no eres esclavo, sino hijo…» (Gal 4,4-7). Esto estaba decidido por Dios antes de la creación del mundo: «Dios nos ha elegido en Cristo, antes de la creación del mundo, para que fuesemos santos e inmaculados en el amor, destinandonos a ser sus hijos por medio de Jesucristo» (Ef 1,4-5). Esto es lo que San Pablo llama «el misterio», que a él le fue revelado y del cual fue constituido ministro: «Misterio que en generaciones pasadas no fue dado a conocer a los hombres, como ha sido revelado ahora a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu» (Ef 3,5). Esto es los que Jesús designa con la expresión «Reino de los cielos»; esto es lo que expone por medio de las parábolas. Se trata de la novedad de su Persona en el mundo y de nuestra elevación a hijos de Dios en él.

Es como un grano de mostaza, que sembrado en la tierra crece hasta transformarse en un árbol. De esta manera, Jesús constata que tuvo origenes muy modestos, pero anuncia su asombroso desarrollo futuro. Es como la levadura que fermenta toda la masa. De esta manera, explica que no debe quedar ningún espacio de la actividad humana que no sea transformado por Cristo. En este mismo sentido, Jesús decía a sus discípulos: «Ustedes son la sal de la tierra» (Mt 5,13); deben sazonarlo todo.

Pero, sobre todo, explica que en este tiempo, en que ya está en desarrollo la salvación obrada por Cristo, todavía hay que tener paciencia. En efecto, todavía está mezclado el bien y el mal –el trigo y la cizaña– y no se producirá su separación sino al fin del mundo. Juan Bautista fue el más grande de los profetas, porque señaló a Jesús como aquel que desde la creación del mundo estaba destinado por Dios a ser el Salvador: «He ahí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Pero, como suele ocurrir en los profetas, vio dos tiempos superpuestos: la plenitud del tiempo y el fin del mundo. Por eso anuncia: «Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego» (Lc 3,9). Esto, en realidad, pertenece al fin, al tiempo de la separación del trigo y la cizaña una vez llegados a pleno desarrollo, como explica Jesús: «De la misma manera, pues, que se recoge la cizaña y se la quema en el fuego, así será al fin del mundo. El Hijo del hombre enviará a sus ángeles, que recogerán de su Reino todos los escándalos y a los obradores de iniquidad, y los arrojarán en el horno de fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces, los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre». Todavía estamos en el tiempo en que, por medio de la conversión, lo que parece cizaña, pueda resultar trigo.

† Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de Los Ángeles

Para reflexionar
La felicidad humana generalmente no se logra con grandes golpes de suerte, que pueden ocurrir pocas veces, sino con pequeñas cosas que ocurren todos los días Anon