«Seis días después, tomó Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos». La precisión cronológica: «Seis días después» vincula este episodio de la Transfiguración del Señor, que caracteriza al Domingo II de Cuaresma, con la confesión de Pedro. Esta vinculación resulta más evidente en el Evangelio de Mateo, pues en este Evangelio la confesión de Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16,16), es corroborada por la voz que viene de la nube luminosa que los cubrió con su sombra en la Transfiguración: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco; escuchenlo».
También suele vincularse la Transfiguración con el primer anuncio de su pasión y muerte que hizo Jesús a sus discípulos «seis días antes», a continuación de la confesión de Pedro. En este caso, la Transfiguración, que es una manifestación de la divinidad de Jesús, tendría como objetivo disponer a los apóstoles para afrontar el escándalo de la cruz, que es el extremo opuesto: «Tomó la forma (figura) de esclavo… y se humilló haciendose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Fil 2,7.8). Así lo interpreta el Prefacio de la Misa que se celebra este domingo: «Habiendo anunciado a sus discípulos su propia muerte, les manifestó su esplendor en el monte santo, para mostrarles que por la pasión llegaría a la gloria de la resurrección».
¿Qué es lo que experimentaron los tres apóstoles en ese monte santo? Es imposible expresarlo con nuestras palabras. Pero trataremos de responder fijando nuestra atención en la reacción de Pedro: «Señor, bueno (kalón) es estar nosotros aquí». En este «nosotros» se incluye también Jesús transfigurado. Y él, Jesús, está de acuerdo en que es «bueno». En otra ocasión, cuando alguien llama a Jesús: «Maestro bueno (agathós)», él responde: «Nadie es bueno sino sólo Dios» (Mc 10,17.18). Estar con Jesús transfigurado era «bueno», hasta el punto de que no hay nada mejor a que pueda aspirar un ser humano. En ese momento los discípulos estaban con Dios, gozando de un anticipo de la gloria celestial. Eso es lo que experimentaron.
Esto aclara otro anuncio, contrario al de su pasión, que pronuncia Jesús, también seis días antes de esa subida al monte con los tres apóstoles y que en el Evangelio precede inmediatamente al relato de la Transfiguración: «El Hijo del hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles y entonces pagará a cada uno según su proceder» (Mt 16,27). Ante la perplejidad de los oyentes, agrega esta promesa enigmática: «En verdad les digo que hay algunos de los aquí presentes que no gustarán la muerte hasta que vean al Hijo del hombre venir en su Reino» (Mt 16,28). Algunos de los presentes eran Pedro, Santiago y Juan, los tres que Jesús llevó consigo al monte santo. Si la Transfiguración de Jesús ante esos testigos no hubiera tenido lugar, esa promesa de Jesús habría quedado sin cumplir. ¡Imposible, cuando quien promete es la Verdad misma! El evangelista Lucas, en su relato de la Transfiguración, registra el cumplimiento de lo prometido: «Pedro y los que estaban con él… vieron su gloria» (Lc 9,32).
«Su rostro brilló como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz». En el mundo material no tenemos experiencia de nada más brillante que el sol ni más blanco que la luz. En la naturaleza inanimada tal vez nada es mejor que el sol. Una anécdota de los filósofos griegos lo afirma: «Tomando el sol Diógenes, el cínico, se paró junto a él Alejandro (Magno) y le dijo: “Pideme lo que quieras”. Y él le respondió: “No me quites el sol”». El emperador le estaba haciendo sombra. Pero infinitamente mejor que el sol y que todo lo creado es Jesús. Bien lo sabía el gran santo y teólogo Tomás de Aquino, quien ante igual ofrecimiento, hecho esta vez por Jesús mismo, respondió: «Te pido a ti, Señor». Es la respuesta que no habría vacilado en dar San Pablo quien escribe: «Para mí el vivir es Cristo, y la muerte, una ganancia… anhelo partir y estar con Cristo, lo cual, ciertamente, es, lejos, lo mejor» (Fil 1,21.23). Ese «estar con Cristo», que es absolutamente lo máximo, es lo que vivieron los tres apóstoles en el monte santo. Eso es lo que todos anhelamos.
† Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles