Jesús murió en la cruz antes que empezara el Sábado en el cual los judíos celebraban la Pascua. Esa tarde su cuerpo fue depositado con prisa en el sepulcro y luego hubo que observar el descanso sabático. Pero, apenas pasó el Sábado, al alba del primer día de la semana, Pedro y el discípulo amado corrieron al sepulcro, inducidos por María Magdalena, y vieron que el cuerpo de Jesús no estaba en el sepulcro, pero las vendas y el sudario con que lo habían amortajado estaban allí. Entonces, el discípulo amado, que es quien escribe estas cosas, dice, refiriendose a sí mismo: «Vio y creyó». Sabemos lo que vio. Pero ¿qué es lo que creyó? No lo dice abiertamente, pero lo deducimos de sus palabras: «Hasta entonces no habían comprendido que, según las Escrituras, Jesús debía resucitar de entre los muertos». No habían comprendido; pero ahora él comprende y, por tanto, cree que Jesús resucitó de entre los muertos. Es el único que ha llegado a esa convicción; creyó que Jesús estaba vivo sin haberlo visto. Recordemos que este es el único discípulo que estaba al pie de la cruz y fue testigo de la muerte de Jesús. Recibió el don de la fe por su fidelidad.
En la tarde de ese mismo día fue el turno de los otros nueve discípulos de llegar a esa convicción (Judas había traicionado a Jesús y se había quitado la vida y Tomás no estaba con ellos). Pero fue necesario que ellos vieran a Jesús vivo: «Estando cerradas… las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, vino Jesús, se puso en el medio y les dijo: “Paz a ustedes”». Verificaron que estaban viendo al mismo Jesús, viendo las señas de su crucifixión: «Les mostró las manos y el costado». Sólo entonces «los discípulos se alegraron de ver al Señor». Y luego pueden decir al discípulo ausente: «Hemos visto al Señor». Refieren lo visto. No se habla de fe.
Tomás no ha visto a Jesús resucitado. De él se exige creer en el testimonio de sus hermanos, es decir, creer sin haber visto. Pero no cree. Quiere verificar, igual que los otros nueve; y no sólo con el sentido de la vista, sino también del tacto, no sea que haya alguna ilusión: «Si no veo en sus manos la marca de los clavos y no meto mi dedo en la marca de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré». Pero, si llegara a verificar de esa manera ¿qué es lo que habría creído? «La fe es…la prueba de las realidades que no se ven» (Heb 11,1).
Ocho días después –de nuevo el primer día de la semana, correspondiente a este Domingo II de Pascua–, Jesús se aparece de nuevo a sus discípulos reunidos y pide a Tomás que verifique su resurrección: «Trae aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente». Tenemos que agradecer a Tomás esta insistencia en las llagas de Jesús, porque ellas no sólo lo identifican como el crucificado, sino que son el signo perenne de nuestra redención: «Por sus llagas ustedes han sido curados» (1Ped 2,24; cf. Is 53,5).
Hasta ahora Tomás ha sido incrédulo. Pero ahora, al ver a Jesús resucitado, va a hacer un acto de fe que ninguno de los demás apóstoles ha hecho; va a confesar a Jesús como su Dios, diciendole: «Señor mío y Dios mío». Durante su vida terrena, en varias ocasiones, Jesús había asumido para sí el nombre que Dios había revelado a Moisés: «Cuando hayan levantado al Hijo del hombre, entonces sabrán que Yo Soy» (Jn 8,28.24.58; 13,19). Jesús había declarado: «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10,30). Pero ninguno de sus discípulos había captado el peso de esas palabras; no podían entender por qué Jesús las decía. Habían captado su sentido, en cambio, los judíos, pero catalogandolas de blasfemia y queriendo por eso apedrear a Jesús: «Porque tú, siendo hombre, te haces a ti mismo Dios» (Jn 10,33). Ahora Jesús ya había sido levantado y Tomás, viendo a Jesús resucitado, fue el primero de sus discípulos que comprendió el sentido de aquellas palabras y creyó que Jesús era su Dios, el único Dios revelado al pueblo de Israel. Vio y creyó. Ante ese admirable y único acto de fe, Jesús formula la estructura de todo acto de fe: «Porque me has visto, has creído». Quiere decir: Me has visto resucitado y has creído que soy tu Dios. Cristo resucitado se pudo ver y tocar; pero Dios no se puede ver: es necesario creer. El Hijo de Dios se encarnó para que viendolo a él, mediante la fe, podamos ver a Dios.
¿Por qué el discípulo incrédulo resultó el más creyente? Porque así actúa Dios. Él dio el paraíso al buen ladrón, que mereció la crucifixión por sus crimenes; Él da al obrero de la última hora lo mismo que al obrero de la primera hora; Él da su gracia a los humildes, y Tomás reconoció su obstinación y se humilló. La fe es un don maravilloso de Dios, un tesoro inestimable que Dios nos concede cuando concurren dos cosas: la humildad y el testimonio de los cristianos, la humildad del que cree y algo que se ve y sirve como signo.Domingo 23 de Marzo de 2014
† Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de Los Ángeles