El encuentro y diálogo de Jesús con la mujer samaritana junto al pozo de Jacob en la localidad de Sicar, que caracteriza a este Domingo III de Cuaresma, es el segundo encuentro personal de Jesús, fuera del círculo de sus discípulos, que nos relata el IV Evangelio. El primero fue con Nicodemo, un magistrado judío. Son encuentros muy distintos. En efecto, Nicodemo es judío y fariseo y tiene él la iniciativa de venir donde Jesús, porque ha tenido noticia de las cosas que él hace: «Vino éste donde Jesús de noche y le dijo: “Rabbí, sabemos que has venido de Dios como maestro, porque nadie puede hacer las señales que tú haces, si Dios no está con él”». La samaritana se encontró con Jesús en pleno día, de manera fortuita e inesperada, y en este caso es Jesús quien inicia la conversación. Pero ambos encuentros tienen en común que el punto central es la revelación de Jesús.
Para iniciar el diálogo con la samaritana Jesús tiene que superar una barrera casi infranqueable. Los judíos consideraban a los samaritanos como semipaganos, por tener un lugar de culto distinto al de Jerusalén el monte Garizim; y los despreciaban, porque tenían mezcla de otros pueblos. Jesús comienza el diálogo de la manera más humilde y delicada, mostrandose necesitado de la ayuda de la mujer: «Dame de beber». Jesús estaba sentado junto al pozo cansado por el camino, él solo, porque sus discípulos habían ido al pueblo a comprar alimentos. Antes de satisfacer su sed, la mujer no puede dejar de expresar su extrañeza: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?». El diálogo ya está iniciado. Por la réplica de Jesús comprendemos que más que sed de esa agua material, lo que Jesús tiene es «sed de la fe de esa mujer», como afirma San Agustín, y más que desear de ella el agua de ese pozo lo que desea es darle él a ella un agua infinitamente superior.
«Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: “Dame de beber”, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva». La mujer ignora ambas cosas: el don de Dios y quién es Jesús. En realidad, son una sola, como lo afirmó en su diálogo anterior con Nicodemo: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). En esta declaración fundamental lo lógico era decir: «Envió a su Hijo único». Así lo dice San Pablo: «Cuando se cumplió la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Gal 4,4). Jesús habla de su propia Persona como un «don de Dios» al mundo, un don absolutamente gratuito sin otro móvil que el amor de Dios al mundo. El don de Dios al mundo es su Hijo único. Este es quien pide de beber a la samaritana.
El agua material es necesaria para la vida humana. Pero no puede calmar la sed de una vez para siempre. La mujer debe ir al pozo todos los días. En cambio, al agua que Jesús promete sacia todo anhelo humano y de una vez para siempre: «Todo el que beba de esta agua (la del pozo), volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le daré se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna». Esa agua no sólo se recibe pasivamente y sacia para siempre toda sed, sino que transforma a quien la recibe en manantial que surte a otros de vida eterna. Comprendemos así que Jesús es el primer manantial de esa agua viva y que a sí mismo se refiere, cuando el último día de la fiesta de las tiendas, también en comparación con el agua material que entonces se celebraba, exclama: «El que tenga sed, que venga a mí, y beba el que crea en mí». Como dice la Escritura: “De su seno correrán ríos de agua viva”. Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él» (Jn 7,37-39).
Al comprender la mujer que Jesús era un profeta después que le dijo todos los detalles más privados de su vida, manifestó inmediatamente su inquietud religiosa: dónde es que se debe adorar a Dios, ¿en Samaría o en Jerusalén? Jesús le da una respuesta imposible para un judío de ese tiempo: «Ni en este monte ni en Jerusalén», ¡tampoco en Jerusalén! El culto al Dios verdadero no está vinculado a un lugar preciso, sino a un modo preciso: «Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y en verdad». La adoración debe ser movida por el Espíritu, que daría Jesús, y en la Verdad, que es el mismo Jesús. La verdadera adoración, la que Dios quiere, la hace posible solamente Jesús. Lo proclamamos nosotros cada vez que ofrecemos el verdadero culto: «Por él, con él y en él, a ti Dios, Padre omnipotente, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos. Amén».
La respuesta de Jesús no convenció a la mujer y ella zanjó la cuestión diciendo: «Sé que va a venir el Mesías, el llamado Cristo. Cuando venga, nos explicará todo». La mujer nunca se habría imaginado lo que oyó: «Yo soy, el que habla contigo». Ella creyó y así sació la sed de Jesús. Luego, corrió a anunciarlo a su pueblo. No sabemos qué ocurrió después con esa anónima mujer. Pero su historia representa la de todos los cristianos. Todos hemos tenido un encuentro personal con Cristo que ha transformado nuestras vidas y nos ha saciado la sed de Dios que experimentamos. El tiempo de la Cuaresma es un tiempo propicio para que Dios nos conceda ese don.
† Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de Los Ángeles