9 de Junio de 2013 – Lc 7,11-17
El Señor tuvo compasión de ella
Después del tiempo de Cuaresma y de Pascua y de las grandes solemnidades de Pentecostés, Santísima Trinidad y Corpus Christi, este domingo retomamos el tiempo litúrgico ordinario con la celebración del Domingo X del ciclo C. Este domingo no se ha celebrado, al menos, desde el año 1992, que es el año en que comienzan estos comentarios al Evangelio del domingo. El Evangelio de este domingo no se ha comentado nunca, porque en todos estos años no se ha leído nunca en la liturgia dominical. Una persona que haya comenzado a participar en la Eucaristía dominical todos los domingos desde los cinco años de edad, hoy día, cuando tiene 26 años de edad, no ha escuchado nunca en la Iglesia el Evangelio de este domingo. Se trata del episodio en que Jesús resucita al hijo de la viuda de Naín.
El episodio está desvinculado de su contexto y constituye una unidad cerrada con sentido completo. Es lo que en la ciencia bíblica se llama una «perícopa». Lucas puede introducirlo en cualquier parte de su Evangelio. Lo hace con algunas palabras introductorias: «Y sucedió que, a continuación, (Jesús) se fue a una ciudad llamada Naín, e iban con él sus discípulos y una gran muchedumbre». La acción se ubica en una localidad llamada Naín, cuya ubicación se discute. La mayoría de los arqueólogos la ubican en Galilea unos 10 km al sureste de Nazaret. Pero hoy no existen más que ruinas y este nombre no habría subsistido si no es por el hecho que allí protagonizó Jesús. El Evangelio continúa: «Cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda, a la que acompañaba mucha gente de la ciudad».
La situación no puede ser más triste: acaba de morir un joven que es descrito como «hijo único de una madre viuda». Podemos imaginar la aflicción de esa mujer. No sabemos qué pensamientos cruzaron la mente de Jesús; pero la situación de esa viuda es la misma en que quedaría su propia madre después de su muerte en la cruz. Ante esa situación Jesús, que hasta entonces era un desconocido, no puede dejar de sentir compasión: «Al verla el Señor, tuvo compasión de ella, y le dijo: “No llores”». Jesús se presenta tan dueño de la situación, que el evangelista no puede evitar llamarlo «el Señor», que es el título que se daba a Dios. Él actúa como quien sabe por qué dice esas palabras a la viuda. El asombro de todos debió alcanzar el máximo, cuando Jesús hace detener el cortejo fúnebre y se dirige al difunto ordenandole: «Joven, a ti te digo: Levantate».
¿Son palabras de alguien que está en sus cabales o son palabras de un desquiciado mental? ¿Cómo se le ocurre hablar a un muerto? No olvidemos que sus mismos parientes decían de él: «Está fuera de sí» (Mc 3,21). El suspenso duró sólo un instante. En efecto, «el muerto se incorporó y se puso a hablar, y él se lo dio a su madre». Entonces, lo que experimentaron los presentes ya no fue asombro, sino temor. Captaron que estaban en presencia de alguien que podía vencer a la muerte. Y el único que responde a esta descripción es Dios. Decían: «Un gran profeta se ha levantado entre nosotros», y «Dios ha visitado a su pueblo».
¿Por qué les parece que Jesús es un profeta? Ciertamente, porque conocen el episodio en que el profeta Elías devuelve la vida al hijo de la viuda de Sarepta, que se propone como primera lectura este domingo. Pero la diferencia es grande. Elías lo hace invocando la intervención de Dios dijimos que Dios es el único que puede resucitar a un muerto: «Señor, Dios mío, te ruego que vuelva el alma de este niño a su interior». El relato continúa: «El Señor escuchó la voz de Elías y volvió al alma del niño a su interior y vivió» (1Re 17,21-22). Jesús, en cambio, devuelve la vida al hijo de la viuda por su propio poder ordenandole: «Levantate».
Tres veces leemos en el Evangelio que Jesús resucita a un muerto. Resucitó a la hija de Jairo recién muerta, aunque habían comenzado los ritos fúnebres (cf. Mc 5,39-43); resucitó a Lázaro, el hermano de Marta y María, que ya había comenzado a descomponerse en el sepulcro, pues llevaba cuatro días muerto y ya olía (cf. Jn 11,1-44). Y resucitó al hijo de la viuda de Naín. En los primeros dos casos Jesús lo hace respondiendo a la petición de Jairo y de las hermanas de Lázaro. En este último caso lo hace por propia iniciativa, movido por la compasión. Esa es la compasión con que él nos mira a nosotros, la compasión que lo llevó a entregar su vida para que nosotros pudieramos volver a la vida, a la vida eterna.
† Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de Los Ángeles