Mt 13,44-52
Le pondrán por nombre: Dios con nosotros
En el Evangelio de este Domingo XVII del tiempo ordinario se continúa la lectura del capítulo XIII de San Mateo. Se agregan otras tres parábolas que comienzan con la fórmula: «El Reino de los Cielos es semejante a…» y una conclusión, también consistente en una parábola.
Ya no nos confunde el hecho de que Jesús compare el Reino de los cielos con las cosas más distintas a un reino y más dispares entre sí: un hombre que sembró buena semilla en su campo, un grano de mostaza, un poco de levadura, un tesoro escondido en un campo, un mercader que anda en busca de perlas preciosas, una red que arrastra todo tipo de peces… En realidad, la semejanza del «Reino de los cielos» no es con cada una de esas cosas, sino con toda la situación descrita en cada parábola, con lo cual la comparación resulta más incomprensible. En el comentario del domingo pasado explicabamos que «Reino de los cielo» es una expresión que Jesús usó para referirse a «la novedad de su Persona en el mundo y de nuestra elevación a hijos de Dios en él». El orden nuevo introducido en el mundo por este misterio «cuando se cumplió la plenitud del tiempo» no deja indiferente a la misma naturaleza, como lo expresa Jesús, respondiendo a los fariseos que le pedían hacer callar a la muchedumbre cuando lo aclamaban en su ingreso a Jerusalén: «Les digo que si éstos callan gritarán las piedras» (Lc 19,40). De hecho, las piedras protestaron cuando Jesús fue crucificado y murió: «Tembló la tierra y las piedras se partieron» (Mt 27,51). Lo mismo expresa San Pablo animando a toda la naturaleza: «La creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto… esperando ansiosamente la manifestación de los hijos de Dios» (Rom 8,19.22).
Lo asombroso es que sólo los hombres pueden quedar indiferentes o ignorarlo del todo o, peor aun, rechazarlo: «Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron» (Jn 1,11). «Los suyos» son los seres humanos en general. Pero no todos: «A cuantos lo recibieron les dio poder ser hijos de Dios, a cuantos creen en su Nombre» (Jn 1,12).
Así entendemos por qué Jesús compara el Reino de los cielos con un tesoro y con una perla muy preciosa. Estas realidades tienen un valor inmenso en sí mismas, tienen la capacidad de hacer dichoso a quien las posee. Por eso, cuando alguien las encuentra, anhela inmediatamente poseerlas. Nadie lo obliga; lo desea espontáneamente. Su única motivación es la alegría: «Por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra aquel campo… va, vende todo lo que tiene y compra aquella perla». ¿Por qué, entonces, muchos ignoran completamente a Cristo y viven como si no hubiera venido al mundo, y otros lo combaten más o menos abiertamente? El defecto no está de parte de Cristo. Es que no lo han encontrado. Quienes lo han encontrado atestiguan: «Hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14).
La parábola de la red es semejante a la parábola de la cizaña sembrada entre el buen trigo. Ambas tienen la misma conclusión: «Así será al fin del mundo». Nadie, por muy inteligente que sea, puede decir cómo será el fin del mundo. Jesús lo ha revelado: «Saldrán los ángeles, separarán a los malos de entre los justos y los echarán en el horno de fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes». Es una sentencia severa de Jesús. Pero es mejor saberlo de antemano que ser sorprendidos. Lo grave es saberlo y no darle la importancia que merece. «Llanto y rechinar de dientes» es una expresión proverbial de infelicidad.
En la conclusión de estas parábolas el evangelista hace una discreta referencia a sí mismo. Él responde a la identidad de «un escriba que se ha hecho discípulo del Reino de los cielos». Este escriba saca de su tesoro lo nuevo y lo antiguo. En efecto, es típico de Mateo que haga constante referencia al Antiguo Testamento para explicar el misterio de Jesús, como el cumplimiento de las promesas hechas por Dios. Así explica, tomando de lo antiguo, lo más nuevo que ha acontecido, a saber, el nacimiento del Hijo de Dios: «Todo esto ocurrió para que se cumpliera lo dicho por el Señor a través del profeta: “He aquí que la Virgen concebirá y dará a luz un hijo a quien pondrán por nombre Emmanuel, que significa: Dios con nosotros”» (Mt 1,22.23). Toma de lo antiguo y de lo nuevo para anunciarnos ese Reino del cual él ya es discípulo.
† Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de Los Ángeles