Lc 18,1-8
Sin fe es imposible agradar a Dios
El espacio que debe tener la oración en la vida de un cristiano es una de las enseñanzas más constantes de Jesús, pero también una de las más desatendidas. Jesús trató de inculcar a sus discípulos con su ejemplo y con su palabra la necesidad de orar siempre.
El Evangelio nos presenta a Jesús constantemente en oración. En él la oración es algo habitual: «Se retiraba a los lugares solitarios, donde oraba» (Lc 5,16); «Jesús se fue al monte a orar y se pasó la noche en la oración de Dios» (Lc 6,12); «Jesús tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago y subió al monte a orar» (Lc 9,28).
Los principales eventos de su vida ocurren mientras Jesús está en este diálogo de amor con su Padre. Después del bautismo en el Jordán, el Evangelio de Lucas agrega: «Bautizado Jesús y puesto en oración, se abrió el cielo, y bajó sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma; y vino una voz del cielo: “Tú eres mi hijo; yo te he engendrado hoy”» (Lc 3,21-22). Está también en oración cuando se transfigura: «Mientras oraba, el aspecto de su rostro se mudó, y sus vestidos eran de una blancura fulgurante» (Lc 9,29). Está en oración cuando enseña a sus discípulos el Padre Nuestro: «Estando Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos: “Señor, enseñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos”. Él les dijo: “Cuando oren, digan: Padre, santificado sea tu Nombre…”» (Lc 11,1-2). Está orando largamente antes de su pasión en el huerto de los olivos: «Se apartó de ellos como un tiro de piedra, y puesto de rodillas, oraba… Y sumido en agonía, insistía más en su oración» (Lc 22,41.44).
Bastaría este ejemplo de Jesús para que nosotros, que somos discípulos suyos y que lo reconocemos como «Maestro y Señor» (cf. Jn 13,13-15), nos preocuparamos de dedicar más tiempo a la oración, que es la más elevada de las actividades a las que se puede dedicar un ser humano. Pero Jesús quiso también enseñar con su palabra la necesidad de que sus discípulos oren siempre, para que no se piense que la oración es solamente algo personal suyo. Es lo que leemos en el Evangelio de este Domingo XXIX del tiempo ordinario: «Les decía una parábola para enseñarles que es necesario que ellos oren siempre y que no desfallezcan».
Jesús presenta dos personajes: un juez, «que no temía a Dios ni respetaba a los hombres», y una viuda, que le decía: «¡Hazme justicia contra mi adversario!». Las categorías de personas más desamparadas en el Israel de ese tiempo eran la viuda y el huérfano. Por su parte, los jueces tenían poder absoluto. La viuda no tenía ningún medio para hacer valer su derecho ante el juez, excepto su insistencia. Dice el juez: «Le haré justicia para que no venga a importunarme continuamente». En este caso, presentado por Jesús, no interviene en nada la fe. De hecho, acerca del juez se repite que «no teme a Dios». No es este el punto. El punto es que la viuda logró su objetivo gracias a su perseverancia. Ella claramente no desfalleció.
Jesús concluye «a fortiori»: «Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche…? Les digo que les hará justicia pronto». La intención de Jesús es clara; la indica el mismo evangelista: inculcar la necesidad de orar siempre. Pero, –preguntamos con todo respeto– ¿consigue su objetivo? Para esto es necesario algo previo: es necesario tener fe, es necesario creer que la oración, que parte de mí, alcanza a su interlocutor, que es Dios. ¡Es necesario creer en Dios y, sobre todo, creer que Dios se interesa por nosotros! Visto que, no obstante esta enseñanza tan clara de Jesús –corroborada por su ejemplo personal–, en nuestra generación se ora tan poco, la única conclusión posible es que hay muy poca fe. Es la conclusión que saca el mismo Jesús: «Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?».
No tenemos un termómetro para medir el ardor de la fe que hay en nuestra sociedad. Pero el nivel de oración es un indicador preciso. Vemos que los templos pasan todo el día –dejemos de lado la noche– prácticamente vacíos, mientras que los supermercados y los estadios y otros lugares de diversión están llenos, muchas veces también de noche. Por eso, el Papa Benedicto XVI proclamó un Año de la fe y el Papa Francisco publicó la encíclica «Lumen fidei», para recordarnos que esta virtud es necesaria, pues «sin fe es imposible agradar a Dios» (Heb 11,6). Esperemos que estas iniciativas tengan el fruto esperado, que debe percibirse en un mayor nivel de oración entre los discípulos de Cristo.
† Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de Los Ángeles