Domingo 16 de Febrero del 2014

Mt 5,17-37
No mi propia justicia, sino la justicia de Dios

En el Evangelio de este Domingo VI del tiempo ordinario leemos una advertencia que Jesús dirige a sus discípulos: «Si la justicia de ustedes no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los cielos». ¿Se trata sólo de una cuestión de graduación? Los escribas y fariseos eran los mejores exponentes de la religión judía. ¿Es que los discípulos de Cristo tienen que ser más observantes aun? No se trata de eso. En realidad, Jesús está hablando de una justicia enteramente nueva. Su sentencia establece una distinción esencial y no sólo de grado entre el régimen del Antiguo Testamento y el régimen del Nuevo Testamento; entre las obras de la ley como medio de justificación y la fe en Cristo; entre el esfuerzo humano y la gracia de Dios.

La justicia de la cual Jesús habla es el estado del ser humano en su relación con Dios que le merece la salvación. Según los fariseos, ese estado lo logra el esfuerzo humano en el cumplimiento de la ley. Para el cristiano ese estado supera infinitamente todo esfuerzo humano y se recibe exclusivamente como un don gratuito de Dios, merecido por la pasión y muerte de Cristo.

Nadie mejor que San Pablo podía entender esta diferencia, porque él pasó de un régimen a otro, y los vivió ambos en su nivel máximo. A los gálatas les escribe: «Ustedes están enterados de mi conducta anterior en el Judaísmo… cómo sobrepasaba en el Judaísmo a muchos de mis compatriotas contemporáneos, superandolos en el celo por las tradiciones de mis padres» (Gal 1,13-14). Su curriculum era este: «Circuncidado el octavo día; del linaje de Israel; de la tribu de Benjamín; hebreo e hijo de hebreos; en cuanto a la Ley, fariseo; en cuanto al celo, perseguidor de la Iglesia; en cuanto a la justicia de la Ley, intachable» (Fil 3.5-6). Pero después que conoció a Cristo y creyó en su divinidad y en el valor redentor de su muerte y resurrección, a esa «justicia de la ley» la llama «mi propia justicia» y, obviamente, le parece inexistente en comparación con «la justicia que viene de Dios»: «Ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, juzgo que todo es pérdida (todo lo anterior) y lo tengo por basura para ganar a Cristo y ser hallado en él, no con la justicia mía, la que viene de la Ley, sino la que viene por la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios…» (Fil 3,8-9).

Esta «justicia que viene de Dios» se manifiesta en el cumplimiento del mandamiento de Cristo, que él llama «mandamiento nuevo»: «Les doy un mandamiento nuevo… Este es mi mandamiento: que ustedes se amen unos a otros como yo los he amado» (Jn 13,34; 15,12). ¿Quién puede presumir haber cumplido este mandamiento, para merecer la salvación? Jesús explica cómo se cumple su mandamiento en relación con los mandamiento del decálogo, que él afirma «no haber venido a abolir, sino a dar cumplimiento». La ley había sido dada por Dios y como tal todavía está plenamente vigente. Nadie, fuera del mismo Dios, puede darle su interpretación última, su «cumplimiento». Eso lo hace Jesús acomodando la ley antigua a su mandamiento único del amor: «Han oído que se dijo a los antepasados… pero YO les digo». Ese YO de Jesús es su Persona divina, Dios mismo.

Para cumplir el mandamiento nuevo del amor dado por Jesús no basta abstenerse de matar al prójimo; hay que abstenerse de irritarse contra él, de difamarlo y de insultarlo. Para cumplir el mandamiento de Cristo no basta abstenerse de cometer adulterio; hay que abstenerse de desear la mujer del prójimo. Para cumplir el mandamiento de Cristo hay que amar a la propia esposa de manera exclusiva, fiel e indisoluble.

La naturaleza humana no puede cumplir el mandamiento de Cristo con sus propias fuerzas. El cumplimiento de ese mandamiento es un don de Dios. Estamos hablando de la virtud sobrenatural de la caridad. La justicia que nos salva es una gracia de Dios y no una deuda que Él tenga con nosotros. Esto lo sabe bien San Pablo: «El hombre no se justifica por las obras de la ley… por las obras de la ley nadie será justificado». Y agrega: «No tengo por inútil la gracia de Dios, pues, si por la ley se obtuviera la justificación, entonces Cristo habría muerto en vano» (Gal 2,16.21). La justicia que nos salva la recibimos nosotros como pura gracia obtenida por la muerte de Cristo: «La justicia de Dios se ha manifestado por la fe en Jesucristo y todos los que creen son justificados por el don de su gracia (de Dios) en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús» (Rom 3,22.24). Esta es la justicia que supera a la de escribas y fariseos. Esta justicia, como hemos dicho, se manifiesta en el mandamiento del amor al prójimo; y no un amor pequeño, sino un amor en la medida de Cristo, que entregó la vida por nosotros.

† Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de Los Ángeles

Para reflexionar
La dicha de la vida consiste en tener siempre algo que hacer, alguien a quien amar y alguna cosa que esperar. Benjamin FranBenjamin Franklin (1706-1790) Estadista y científico estadounidense.