Vigésimo Cuarto Domingo del tiempo ordinario
Lc 15,1-32
Ustedes sean misericordiosos
La antigua exhortación que Dios repite a su pueblo: «Ustedes sean santos, porque Yo, el Señor, el Dios de ustedes, soy santo» (Lev 19,2; 11,44.45; 20,26), la retoma Jesús y llega a nosotros en dos versiones. En el Evangelio de Mateo Jesús dice en el Sermón de la montaña: «Ustedes sean perfectos, como es perfecto el Padre celestial de ustedes» (Mt 5,48). Lucas, por su parte, coincidiendo con su propia acentuación, la transmite en esta forma: «Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso» (Lc 5,36), y la pone como conclusión del precepto evangélico del amor a los enemigos: «Ustedes amen a sus enemigos; hagan el bien, y presten sin esperar nada a cambio; y la recompensa de ustedes será grande, y serán hijos del Altísimo, porque Él es bueno con los ingratos y los malvados» (Lc 5,35).
El Evangelio de este Domingo XXIV del tiempo ordinario nos presenta tres parábolas de Lucas en las cuales acentúa la misericordia de Dios hacia los ingratos y malvados, misericordia que nosotros, los seres humanos, estamos llamados a imitar si queremos ser hijos suyos. Se trata de las parábolas de la oveja perdida, de la dracma perdida y, sobre todo, la parábola del hijo pródigo. Es importante observar el auditorio que tiene Jesús cuando expone esa enseñanza: «Todos los publicanos y los pecadores se acercaban a él para oírlo, y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: “Este acoge a los pecadores y come con ellos”». Por un lado, los pecadores que necesitan la misericordia de Dios; por otro lado, los fariseos, que rehúsan concederla. Jesús debe explicar que su conducta corresponde a la de Dios y que los hombres deben imitarlo.
Expone en primer lugar dos breves parábolas gemelas: la parábola de la oveja perdida y la parábola de la dracma perdida. La primera tiene paralelo en Mateo, pero su interés es otro. En Mateo Jesús exhorta a los pastores a no perder a ninguno: «No es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno solo de estos pequeños» (Mt 18,14). Lucas, en cambio, acentúa la alegría por el encuentro del que se ha perdido y el afecto del pastor hacia él: «Cuando la encuentra, la pone contento sobre sus hombros». Esta imagen ha impactado la iconografía. La misma alegría se transmite en la parábola de la dracma perdida: «Alegrense conmigo, porque he hallado la dracma que había perdido». Ambas parábolas concluyen asegurando que en el cielo se da la misma alegría por un solo pecador que se convierte.
A estas dos parábolas sigue la gran historia del hijo pródigo. Desde el principio el relato nos anuncia que los hijos son dos: «Un hombre tenía dos hijos». Ellos encarnan a las dos categorías de oyentes a quienes la parábola da una lección: el hijo menor encarna a los pecadores y el mayor a los fariseos. Ambos hijos están en el pecado de desconocer a su padre, ¡y tal padre!
El hijo menor, que abandonó a su padre y en un país lejano despilfarró todos sus bienes, decide regresar a la casa de su padre, porque allí se está mucho mejor. Pero teme que su padre lo reciba con reproches y lo rechace. Por eso, prepara un discurso en el cual, no pide perdón, sino que pide ser tratado como un jornalero más. No cree en el perdón del padre. Pero queda abrumado por la bondad del padre que lo restituye a su dignidad de hijo y organiza para él una gran fiesta. Después de esas muestras de bondad, ese hijo no puede sino concebir dolor por su conducta hacia el padre. Lo que Jesús quiere enseñar es que, cuando los pecadores vuelven a Dios, aunque su dolor por el pecado sea imperfecto, Dios los acoge con alegría y luego perfecciona su arrepentimiento.
El hijo mayor encarna a los que critican a Jesús por acoger a los pecadores. Ese hijo tampoco conoce al padre y cree que su trato con él es un trato tipo comercial: «Hace tantos años que te sirvo, y jamás he dejado de cumplir una orden tuya, pero nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos». No comprende que todo ese servicio interesado no complace al padre y que, si quiere servir verdaderamente al padre, debe alegrarse cuando el padre se alegra, en particular cuando él se alegra porque ha vuelto su hijo perdido. Por este medio Jesús nos enseña que nuestra actitud con Dios no debe ser la de un siervo con su amo, sino la de un hijo con su padre. Si Dios se alegra por la conversión de un pecador, también nosotros debemos alegrarnos con él.
La parábola es una oportuna enseñanza para estos días de nuestra patria en que se cumplen cuarenta años desde el hecho que ha marcado la división más profunda entre los chilenos. Nos enseña que todos tenemos como padre a Dios y que, si queremos imitar a nuestro Padre, debemos ser también nosotros buenos con los ingratos y malvados.
† Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de Los Ángeles