Lc 12,32-48
El Señor Jesús es mi pastor, nada me falta
En el Evangelio del domingo pasado Jesús nos enseñaba que el ser humano, con su esfuerzo y preocupación, no puede cambiar el límite a su vida fijado por Dios. Jesús presenta esta enseñanza por medio de la parábola de un hombre rico que había construido bodegas y graneros para reunir allí todos sus bienes para asegurarse una vida de placer por muchos años. Pero quedó frustrado, porque la decisión de Dios era otra: «¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma».
Jesús continúa exhortando a sus discípulos a no preocuparse por «¿qué comerán… con qué se vestirán?», sino a confiar en la Providencia de Dios, que alimenta a los cuervos y viste a los lirios. En contraste con el hombre rico de la parábola y sus grandes graneros, –sigue diciendo Jesús– «los cuervos no siembran ni cosechan y no tienen bodega ni granero y Dios los alimenta». Y agrega: «¿Quién de ustedes puede, por más que se preocupe, añadir un codo a la medida de su vida?» (Lc 12,25). ¿De qué debe preocuparse, entonces, el discípulo? Responde Jesús: «Busquen más bien su Reino (del Padre de ustedes), y esas cosas se les darán por añadidura» (Lc 12,31). Si la medida de nuestra vida no está en nuestra mano y, por tanto, no debemos preocuparnos de eso, sino del Reino, ¿quiere acaso decir Jesús que el Reino de Dios está a nuestro alcance y que es fruto de nuestro esfuerzo? No. El Reino de Dios es un don absolutamente gratuito, como es la misma vida.
Esto es lo que explica Jesús en el comienzo del Evangelio de este Domingo XIX del tiempo ordinario: «No temas, pequeño rebaño, porque al Padre de ustedes le ha parecido bien darles a ustedes el Reino». Este don del Reino trae consigo todo lo demás. Este don es tan grande que, en comparación con él, todo lo demás resulta insignificante. Por eso Jesús sigue describiendo la conducta de quien lo ha recibido: «Vendan sus bienes y den limosna. Haganse bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable en el cielo». El corazón de cada uno no se ve; pero se ve muy claro dónde lo tiene cada uno, según donde tenga su tesoro: «Donde está el tesoro de ustedes, allí estará el corazón de ustedes». El corazón del rico necio estaba en sus bienes materiales; el corazón del discípulo debe estar en el cielo, porque allí está su tesoro.
Por medio de tres breves parábolas, Jesús sigue describiendo la conducta del discípulo que tiene su corazón en el cielo: La parábola del que espera a su Señor, vestido y con la lámpara encendida, para abrirle apenas golpee a la puerta. La parábola del dueño de casa que vela y no deja asaltar su casa, que es como el discípulo que debe estar preparado en todo momento, porque no sabe cuándo vendrá su Señor. La parábola del administrador que en ausencia de su Señor se comporta fielmente y da a cada uno lo que corresponde. En la segunda de estas parábolas, Jesús revela quién es el Señor del cual se habla en las tres parábolas: «Estén preparados, porque en el momento que no piensan, vendrá el Hijo del hombre». Ya sabemos que la expresión «Hijo del hombre», en boca de Jesús, está en lugar del pronombre personal: Yo.
Ahora podemos también responder a una duda que ciertamente nos asalta: Cuándo Jesús habla del Reino, ¿a qué se refiere? En esa etapa de su enseñanza él no podía decirlo. Pero después que él murió, resucitó y envió su Espíritu y ahora está en medio de nosotros, sabemos que el Reino es su misma Persona. Por eso San Pablo puede decir: «El que… entregó a su propio Hijo por todos nosotros, ¿cómo no nos regalará con él todas las cosas?» (Rom 8,32). Podemos entender las palabras de Jesús en este sentido: «No temas, pequeño rebaño, porque al Padre ha parecido bien darles a su propio Hijo» y, con él, todo lo demás por añadidura. ¿Cómo nos ha dado el Padre a su Hijo? Lo ha dado como nuestro Pastor, un pastor que ama tanto a su rebaño que da la vida por sus ovejas, por cada una de ellas, como afirma el mismo San Pablo, lleno de admiración: «El Hijo de Dios me amó y se entregó por mí» (Gal 2,20). Podemos, entonces, afirmar con plena confianza refiriendonos a Jesús: «El Señor es mi Pastor, nada me falta… nada temo, porque tú vas conmigo» (Sal 23,1.4).
† Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de Los Ángeles