La solemnidad de Pentecostés es la culminación de todo el año litúrgico. La venida del Espíritu Santo sobre la Iglesia lleva a término el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios y la redención obrada por él. En efecto, el Espíritu Santo, infundiendose en el corazón de cada persona, hace que se realice en ella la salvación.
El Evangelio de este domingo nos presenta el momento en que Jesús resucitado se aparece a sus discípulos reunidos al atardecer de aquel primer día de la semana en que él resucitó. Después de identificarse como el mismo que estuvo clavado a la cruz, mostrandoles las manos y el costado, y de repetir su saludo: «La paz con ustedes», Jesús agrega unas palabras que pueden considerarse como el origen de la misión de la Iglesia: «Como el Padre me envió a mí, así los envío yo a ustedes». La Iglesia tiene la misma misión que Cristo; ella prolonga en el tiempo y en el espacio la misión de Cristo, que él expresa así: «He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia… Yo les doy vida eterna» (Jn 10,10.28). Esa misión de salvación tiene su origen en Dios. Por eso nadie puede impedirla. Lo prometió Jesús: «Los poderes del infierno no prevalecerán contra ella (mi Iglesia)» (Mt 16,18). Hemos oído en estos días a diversos personajes públicos atribuir a la Iglesia todos los males de la historia y anunciar su pronto fin. ¡No prevalecerán! Ellos pasarán y la Iglesia continuará su misión, la que procede de Dios. A lo largo de la historia la Iglesia ha visto abatirse contra ella fuerzas mucho más poderosas. No han prevalecido.
Esa misión de salvación, que tiene su origen en Dios, la asumió, en primer lugar, Jesús: «Como el Padre me envió». Jesús hizo que esa misión llegara a la tierra. Él la realizó plenamente, como lo dice su última palabra: «Todo está cumplido» (Jn 19,30). Pero todavía faltaba que hiciera algo más: «Inclinando la cabeza, entregó el Espíritu» (Jn 19,30). El don del Espíritu haría posible la prolongación de esa misión en el mundo.
Por eso, después de decir a sus discípulos: «Yo los envío a ustedes», Jesús hizo un signo expresivo, acompañado de unas palabras que lo explican: «Sopló sobre ellos y les dijo: “Reciban el Espíritu Santo”». En la lengua que Jesús hablaba «espíritu» y «soplo» son la misma palabra. Pero este «soplo», que procede de Jesús, es «santo». El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. Es necesario para la misión de salvación que Dios, en su designio de amor, decretó. La Iglesia no pudo comenzar su misión antes de recibir el Espíritu Santo. Jesús lo prometió a sus discípulos en cinco ocasiones. Este soplo sobre sus discípulos, una vez resucitado, es una ulterior promesa, la más expresiva. Se realizaría cincuenta días después (esto significa Pentecostés: cincuentenario), en la forma, precisamente, de «una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban» (Hech 2,2). Recibieron el Espíritu Santo, que esta vez, excepcionalmente, ofreció un signo visible: «Aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos» (Hech 2,3). Se había realizado la promesa reiterada de Jesús. Entonces pudo comenzar la misión que Jesús encomendó a su Iglesia: «Así los envío yo». En efecto, «comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse» (Hech 2,4). Era un mensaje universal, como reconocen hombres venidos de todo el mundo: «Todos los oímos hablar en nuestras propias lenguas las maravillas de Dios» (Hech 2,11).
Todos los cristianos, en el Bautismo y, con más plenitud, en la Confirmación hemos recibido ese «Soplo santo» de Jesús y hemos sido enviados por él a la misma misión que él realizó: consiste en hacer discípulos suyos a todas las naciones, comunicando el mismo Espíritu Santo que obra el perdón de los pecados y la incorporación a Cristo: «Bautizandolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»; y «enseñandoles a guardar todo lo que yo les he mandado» (cf. Mt 28,20). En el cumplimiento de esta misión encuentra la Iglesia su finalidad y su más pleno gozo. El cumplimiento de esa misión es en el mundo la manifestación más evidente del Espíritu Santo que recibió el día de Pentecostés.
† Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de Los ÁngelesII Domingo de Resurrección