Seguimos en este Domingo XXX del tiempo ordinario la lectura continuada del Evangelio de Lucas. El evangelista nos presenta una segunda parábola de Jesús sobre la oración. El domingo pasado la parábola del juez injusto y la viuda importuna estaba presentada con estas palabras: «(Jesús) les decía una parábola para enseñarles que es necesario que ellos oren siempre y que no desfallezcan». La parábola que leemos este domingo está presentada así: «Dijo también esta parábola a algunos que están persuadidos de que son justos y desprecian a las demás».
Observemos que la parábola no está dirigida a los justos, sino a algunos que tienen este elevado concepto sobre sí mismos y que, por este motivo, desprecian a los demás. ¿Qué significa ser justo? En la Escritura el justo es quien puede estar confiadamente en la presencia de Dios, porque es irreprochable ante Él. Se dice de San José, el esposo de la Virgen María: «Como era justo…» (Mt 1,19), no quiso apropiarse de una paternidad que no le correspondía, nada menos que la paternidad de Jesús. Se dice de Juan Bautista: «Herodes temía a Juan, sabiendo que era hombre justo y santo» (Mc 6,20). Se dice de Zacarías e Isabel, los padres de Juan Bautista: «Los dos eran justos ante Dios, y caminaban sin tacha en todos los mandamientos y preceptos del Señor» (Lc 1,6). Se dice del anciano Simeón: «Este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo» (Lc 2,25). Sobre todo, se dice de Jesús mismo. La esposa de Pilato manda decir a su esposo durante el juicio de Jesús: «No tengas nada que ver con ese justo, porque hoy he sufrido mucho en sueños por su causa» (Mt 27,19). El centurión, al ver el modo como Jesús murió, glorificó a Dios diciendo: «Ciertamente, este hombre era justo» (Lc 23,47). Pedro predicando al pueblo después de Pentecostés dice: «Ustedes renegaron del Santo y del Justo, y pidieron que se les hiciera gracia de un asesino» (Hech 3,14). Finalmente, Jesús, orando, lo dice del mismo Dios: «Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido» (Jn 17,25). ¿Qué mortal pueden pretender agregarse a este elenco teniendose a sí mismo por justo? Jesús afirma que hay algunos que lo hacen y para ellos propone una parábola.
«Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano». Los fariseos se distinguían por cumplir meticulosamente la ley. Lo dice San Pablo sobre sí mismo antes de su conversión: «En cuanto a la ley, fariseo» (Fil 3,5), es decir, lo máximo. Los fariseos eran las personas religiosas de ese tiempo y eran quienes estaban expuestos a la tentación de tenerse por justos. En cambio, era imposible que los publicanos tuvieran ese concepto de sí mismos; al contrario, publicano era equivalente a pecador. Tenemos la tendencia a ser benevolentes con los publicanos y a considerarlos personas sencillas y modestas. No eran así. Ellos eran la gente rica y poderosa de ese tiempo. Ellos tenían la concesión de Roma para cobrar los impuestos y tenían a su disposición la fuerza del Imperio para exigir el pago. Nada les impedía abusar, y lo hacían, como lo afirma Zaqueo, que era jefe de publicanos: «Si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo» (Lc 19,8). A los publicanos, que se presentan al bautismo de Juan preguntando qué tienen que hacer para sustraerse a la ira de Dios, les dice: «No exijan más de lo que les está fijado» (Lc 3,13).
El fariseo subió a orar sin ser justo aunque él estaba persuadido de serlo y salió tal como entró. Su oración no llegó a Dios, a pesar de ser un gran penitente: «Ayuno dos veces por semana»; y de dar una gran contribución al culto: «Doy el diezmo de todas mis ganancias». Estas observancias son fruto de su esfuerzo; en cambio, la justicia es un don de Dios, infinitamente superior a todo esfuerzo humano. El fariseo se considera justo independientemente de Dios. Está errado. Y por eso Jesús declara: «Bajó a su casa no justificado». Toda justicia es un don de Dios.
El publicano tienen un concepto verdadero de sí mismo: «Soy un pecador». Sabe que no merece nada: «No se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho» en señal de penitencia. Él lo espera todo de Dios: «Ten compasión de mí». Jesús pone en boca del publicano el verbo «expiar, propiciar». Se encuentra sólo aquí y en Heb 2,17: «(Jesús) tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos… en orden a expiar los pecados del pueblo». Lo que el publicano pide no pudo obtenerse sino por la muerte de Jesús en la cruz. El publicano lo obtuvo: «Éste bajo a su casa justificado». La oración que alcanza este efecto es la oración humilde que reconoce la justicia como un don inmerecido que nos obtuvo Jesús: «El hombre no es justificado por las obras de la ley (que él haga), sino sólo por la fidelidad de Jesucristo» (Gal 2,16).
† Felipe Bacarreza Rodríguez. Obispo de Santa María de Los Ángeles