La misión de Jesús consistió en revelar al mundo el misterio de su Persona. El conocimiento de Jesús es esencial para nosotros y también para los hombres y mujeres de todos los tiempos, pues, tal como lo declara San Pedro ante el sanhedrín, «no hay bajo el cielo otro Nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hech 4,12). La fe fundada en un conocimiento verdadero de Jesús es la finalidad de toda evangelización: «Para que ustedes crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengan vida en su Nombre» (Jn 20,31). El Evangelio de este Domingo XII del tiempo ordinario es, entonces, un punto central en el camino de Jesús, pues enfrenta precisamente el tema de su identidad. Jesús hace a sus discípulos una doble pregunta: «¿Quién dice la gente que soy yo?» y «¿Quién dicen ustedes que soy yo?».
Los discípulos conocen bien la opinión de la gente sobre Jesús: «Unos, dicen que eres Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que un profeta de los antiguos ha resucitado». También nosotros hemos verificado que la gente opinaba que Jesús era un profeta. Incluso, cuando Simón el fariseo dudó de él en su interior, porque una mujer pecadora pública bañaba sus pies con sus lágrimas y los secaba con sus cabellos, Jesús demostró conocer sus pensamientos y lo sacó de su duda afirmando que esa mujer ya no era una pecadora: «Le quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha demostrado mucho amor» (Lc 7,47). En esa ocasión, dirigiendose a la mujer, Jesús declaró: «Tus pecados quedan perdonados». A ningún profeta había dado Dios el poder de perdonar pecados. Por eso, todos los presentes comenzaron a decirse entre sí: «¿Quién es este que hasta perdona los pecados?» (Lc 7,49). Es un profeta. Sí, pero…
«Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?». Ellos dan una respuesta sustancialmente distinta y muy superior. Opinan todos lo mismo; pero en nombre de todos responde Pedro: «El Cristo (el Ungido) de Dios». Esta respuesta es un acto de fe. ¿De dónde la saca Pedro? Para saberlo tenemos que ir a la introducción que hace Lucas a todo el episodio: «Y sucedió que, mientras estaba Jesús orando a solas, estaban con él los discípulos». ¿Es una contradicción? Si fuera una distracción del evangelista se habría corregido rápidamente en el proceso de transmisión del episodio. ¡No es una contradicción! Lucas quiere afirmar que los discípulos son incluidos en la misma Persona de Cristo hasta llegar a ser uno con él, sobre todo, cuando él ora. Es lo que expresa bien San Pablo: «Todos ustedes son uno en Cristo Jesús» (Gal 3,28). Además, como dijimos, esto explica la respuesta de Pedro. Ver orar a Jesús, ser uno con él mientras él ora, es lo que concedió a sus discípulos conocer su identidad verdadera.
Sabemos que Jesús se dirigía a Dios cuando oraba llamandolo: «Abbá, Padre». No sólo por su actitud de total entrega filial, sino también por sus palabras, comprendieron los discípulos que Jesús era el Ungido de Dios. Jesús oraba con los Salmos como sólo él podía hacerlo: «He encontrado a David mi siervo, con mi óleo santo lo he ungido… El me invocará: “¡Tú, mi Padre, mi Dios…!”. Y yo haré de él el primogénito, el Altísimo entre los reyes de la tierra» (Sal 89,21.27-28). Para todos en Israel era evidente que esas palabras no se referían al David histórico, sino al Ungido futuro, que sería verdaderamente el Primogénito de Dios. Por eso Mateo cuando refiere el episodio, pone en boca de Pedro la confesión completa: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).
El mensaje del evangelista es que la oración en unión con Cristo es necesaria para que nosotros podamos conocer profundamente quién es Jesús, podamos así creer en él y tener vida en su nombres. Sin la oración cristiana la opinión de los hombres acerca de Jesús será siempre insuficiente: que es un profeta, un gran hombre, un líder, un revolucionario, y otras opiniones erradas. Ninguna de éstas es suficiente para que podamos tener vida en su Nombre.
Jesús entonces agrega que su discípulo, el que conoce su identidad y cree en ella, comprende también que él deba entregar la vida en la cruz por nuestra salvación, y quiere seguirlo también en este camino: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará». La vida es un don que hemos recibido de Dios. No se debe entregar por cualquier causa. Pero, por Jesús, sí: «Quien pierda su vida por mí…». El discípulo de Cristo no teme perder la vida por él, tanto menos teme perder la popularidad y el favor de los demás. Por eso no teme dar testimonio de la verdad. En estos días de elecciones es lo que anhelamos ver en los candidatos.
† Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de Los Ángeles, Chile.