El Evangelio de este Domingo XIII del tiempo ordinario nos presenta el momento en que Jesús comienza su viaje a Jerusalén: «Sucedió que como se iban cumpliendo los días de su asunción, él fijó el rostro para ir a Jerusalén». La expresión «fijar el rostro» indica una resolución firme; significa que en adelante sus ojos no se apartarán de ese objetivo.
La decisión de dirigirse a Jerusalén responde claramente a un designio preestablecido que Jesús quiere realizar. La carta a los Hebreos explica esta decisión poniendo en boca de Jesús palabras del Salmo 40: «Entonces dije: He aquí que vengo –en el rollo del libro está escrito acerca de mí– para hacer, oh Dios, tu voluntad» (Heb 10,7; Sal 40,8-9). La decisión de Jesús corresponde a la voluntad de Dios. Desde ese momento Jesús tiene ante los ojos lo que anuncia repetidamente a sus discípulos: «El Hijo del hombre debe sufrir mucho, y ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar al tercer día» (Lc 9,22). Jesús no mira hacia atrás; él tiene sus ojos fijos en Jerusalén y en lo que tiene que cumplir allá.
«Mientras ellos iban, en el camino,…». Este es el escenario en que el evangelista ubica tres episodios cuyo tema es el seguimiento de Jesús. Podríamos hablar de una «catequesis» sobre el tema de la vocación de consagración total a Dios y a la misión.
En el primer caso, se trata de alguien que se ofrece para seguir a Jesús de manera incondicional: «Uno le dijo: “Te seguiré adondequiera que vayas”». Habríamos esperado una aceptación gozosa por parte de Jesús. Pero él quiere verificar la autenticidad de ese ofrecimiento y lo pone delante de la realidad: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza». En ese preciso momento Jesús había sufrido el rechazo por parte de los samaritanos, que se negaron a ofrecerle donde reclinar la cabeza, «porque (su rostro) estaba yendo a Jerusalén». El rechazo a Jesús se debió a su propia vocación; su seguidor debe estar dispuesto a sufrir lo mismo que él. El evangelista no nos dice cuál fue el desenlace.
Al segundo lo llama el mismo Jesús: «Sigueme». Podemos considerar dichoso a quien Jesús elige y llama a compartir su mismo camino y su mismo destino. En este caso habríamos esperado una respuesta entusiasta por parte del que fue llamado. Pero no vemos en él ningún entusiasmo. Al contrario, pide dilación –pueden ser años– y lo hace indicando como motivo lo más sagrado que tiene un hombre, que es objeto incluso de un mandamiento del Decálogo: «Permiteme ir primero a enterrar a mi padre». Ante este motivo habríamos esperado que Jesús cediera. Pero él nos quiere enseñar que nada, ni siquiera lo más sagrado, ni siquiera la propia vida, puede anteponerse a su llamada. Lo hace de manera tajante: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú parte a anunciar el Reino de Dios». El anuncio del Reino de Dios es la misión de Jesús, como él mismo lo declara: «Es necesario que evangelice el Reino de Dios, pues para esto he sido enviado» (Lc 4,43). Es la misión suprema de salvación del Hijo de Dios hecho hombre. El llamado a compartir esa misma misión es la vocación más alta de un ser humano.
Finalmente, a un tercero lo llama también Jesús. Éste responde afirmativamente, pero pone una pequeña condición: «Te seguiré, Señor; pero permiteme antes despedirme de los de mi casa». Hemos visto que Jesús, una vez decidido, no está mirando hacia atrás, sino que tiene la mirada fija en la meta: Jerusalén y la entrega de su vida por amor a nosotros. Eso mismo exige de su seguidor. Según su costumbre, Jesús lo graba en nuestra mente por medio de una viva imagen: «Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios».
Ahora sabemos de qué se trata cuando un joven o una niña, dejando familia, estudios, patria, todo, responde al llamado de Cristo. Quien conoce de cerca un caso semejante puede considerarse afortunado; ha visto un testimonio vivo de que Dios es una Persona que nos ama y que merece ser amado con todo nuestro ser.
† Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de Los Ángeles