Nunca vi a un justo abandonado

El Evangelio de este Domingo VIII del tiempo ordinario comienza con un principio formulado por Jesús: «Nadie puede servir a dos señores». Parece un principio evidente. Pero, de todas maneras, Jesús lo explica: «Aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro».

Alguien podría razonar diciendo: «Yo no tengo ese problema, porque yo no sirvo a ningún señor». El que así razona, en ese mismo razonamiento, se declara siervo de un señor, y del más tiránico de todos: el «padre de la mentira», es decir, el diablo. En efecto, al pensar de ese modo está siendo engañado. Ese mismo señor, a través del engaño, sometió a Adán y Eva. Ellos también pretendieron ser autónomos. Pero ya sabemos con qué resultado. El ser humano está, por su propia naturaleza, creado para servir. El primer verbo que se refiere a la actividad del ser humano después de su creación es el verbo «servir»: «Tomó el Señor Dios al hombre (adam) y lo puso en el jardín del Edén para que lo sirviera…» (del texto hebreo de Gen 2,15). Por eso, Jesús no considera el caso de que un ser humano no sirva a algún señor. El ser humano no tiene la alternativa de «servir o no servir». La única alternativa que tiene es «a quién servir». Y no puede elegir a dos señores.

Si un Señor es Dios, ¿quién puede competir con Dios? Responde Jesús: «No pueden servir a Dios y a Mamona». Mamona es la riqueza personificada. Ella puede ser señor del ser humano y ponerlo a su servicio. Cuando eso ocurre, el resultado es el desprecio del otro Señor, Dios. No es una hipótesis irreal; desgraciadamente, se ve muy a menudo.

Mamona se pone en el lugar de Dios y quiere remedar la Providencia divina. En efecto, el siervo de Dios canta: «El Señor es mi pastor, nada me falta» (Sal 23,1); el siervo de Mamona piensa, en cambio, que gracias a su mucho dinero no le falta nada y que su vida está asegurada por sus muchos bienes. Dios dice a uno de esos siervos de Mamona, que confiaba en sus riquezas: «Necio, esta misma noche te reclamarán el alma»; y Jesús nos advierte: «La vida de uno no está asegurada por sus bienes» (Lc 12,20.15). La vida del ser humano está en las manos de Dios: «¿Quién de ustedes, preocupandose, puede añadir un solo codo al tiempo de su vida?».

Ciertamente, en esta vida terrena hay cosas materiales de las que tenemos necesidad: la comida, la bebida, el vestido. Jesús asegura: «Sabe el Padre de ustedes celestial que tienen necesidad de todas esas cosas». Al siervo de Dios esto debería bastar para vivir confiado y evitar toda angustia, como nos repite Jesús dos veces: «No anden preocupados diciendo: ¿Qué comeremos?, ¿qué beberemos?, ¿con qué nos vestiremos?». De esas cosas se preocupan los que no tienen al Dios omnipotente por Padre y Señor: «Por todas esas cosas se afanan los paganos».

Si Dios nos ha dado lo que es más, ¿cómo no nos va a dar lo menos? Él nos dio la vida y el cuerpo, que son ciertamente más que el alimento y que el vestido: «¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido?». Si Dios nos dio la vida y el cuerpo, Él nos dará también lo necesario para sustentarlos. Y para darnos una prueba Jesús nos invita a contemplar las aves del cielo: «El Padre de ustedes celestial las alimenta». Y los lirios del campo: «Ni Salomón, en toda su gloria, se vistió como uno de ellos. Si a la hierba del campo… Dios así la viste, ¿no lo hará mucho más con ustedes, hombres de poca fe?». Pero, movido por su amor, Dios nos ha dado algo infinitamente mayor que la misma vida y el cuerpo: nos dio a su propio Hijo. Pregunta San Pablo: «Si Dios entregó a su propio Hijo por todos nosotros, ¿cómo no nos regalará, junto con él, todas las cosas?» (Rom 8,32). Bien sabía esto el gran místico San Juan de la Cruz, para quien todas las riquezas del mundo eran como «un puñado de arena» (cf. Sab 7,9): «Míos son los cielos y mía es la tierra; mías las gentes, los justos son míos y míos los pecadores; los ángeles son míos, y la Madre de Dios y todas las cosas son mías; y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí» (se entiende: «Cristo y todo él es mío»).

Jesús empeña su palabra: «Busquen primero el Reino de Dios y su justicia y todas esas cosas serán dadas a ustedes por añadidura». Usa la forma pasiva «serán dadas» indicando que el agente es Dios. Ya lo había verificado un sabio de Israel: «Fui joven, ya soy viejo: nunca vi a un justo abandonado, ni a su descendencia buscando el pan» (Sal 37,25). Han pasado muchos siglos y hasta ahora nadie ha podido contradecir esa observación y no podrán hacerlo nunca, porque la ha confirmado Jesús.

† Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de Los Ángeles

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