“Él os bautizará con el Espíritu Santo” (Evangelio, San Mateo 3,1-12).
La nueva lógica de la fe está centrada en Cristo. La fe en Cristo nos salva porque en él la vida se abre radicalmente a un Amor que nos precede y nos transforma desde dentro, que obra en nosotros y con nosotros… Cristo ha bajado a la tierra y ha resucitado de entre los muertos; con su encarnación y resurrección, el Hijo de Dios ha abrazado todo el camino del hombre y habita en nuestros corazones mediante el Espíritu santo. La fe sabe que Dios se ha hecho muy cercano a nosotros, que Cristo se nos ha dado como un gran don que nos transforma interiormente, que habita en nosotros, y así nos da la luz que ilumina el origen y el final de la vida, el arco completo del camino humano.
Así podemos entender la novedad que aporta la fe. El creyente es transformado por el Amor, al que se abre por la fe, y al abrirse a este Amor que se le ofrece, su existencia se dilata más allá de sí mismo. Por eso, san Pablo puede afirmar: “No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20), y exhortar: “Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones” (Ef 3,17). En la fe, el “yo” del creyente se ensancha para ser habitado por Otro, para vivir en Otro, y así su vida se hace más grande en el Amor. En esto consiste la acción propia del Espíritu Santo. El cristiano puede tener los ojos de Jesús, sus sentimientos, su condición filial, porque se le hace partícipe de su Amor, que es el Espíritu. Y en este Amor se recibe en cierto modo la visión propia de Jesús. Sin esta conformación en el Amor, sin la presencia del Espíritu que lo infunde en nuestros corazones (cf. Rm 5,5), es imposible confesar a Jesús como Señor (cf. 1 Co 12,3).