Evangelio, Lc 23,35-43. Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a tu Reino
El ángel Gabriel anunció a María que ella concebiría «en el seno», es decir, sin intervención de varón, y daría a luz un hijo a quien describe, expresando la expectativa de Israel, en estos términos: «El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin» (Lc 1,32-33). David fue elegido por Dios entre sus hermanos y fue ungido como rey de las doce tribus de Israel, originadas por los doce hijos de Jacob. Después de David, ya con su hijo Salomón, comenzó a fraguarse la división entre las tribus, que se consumó en la sucesión de Salomón. Desde entonces, la casa de Jacob estuvo dividida en el Reino del Norte y el Reino del Sur. Esta situación regía en el tiempo de Jesús, pero se esperaba a un hijo de David, ungido por Dios, como él –un «Cristo» de Dios, que volvería a reinar sobre toda la casa de Jacob.
Durante su vida pública, por medio de su palabra y sus acciones, Jesús reveló su identidad como ese Cristo de Dios y Elegido. El punto culminante de esa obra de revelación la expresa Pedro, en representación de todos los apóstoles, cuando lo reconoce diciendo: «Tú eres el Cristo de Dios» (Lc 9,20). Equivale a decir: Tú eres ese Rey cuyo Reino no tendrá fin.
Correspondía, entonces, que en la liturgia, que celebra el misterio cristiano en todos sus aspectos, hubiera una fiesta que celebrara a Jesús como Rey. La solemnidad de Cristo Rey la introdujo en el calendario litúrgico el Papa Pio XI en el año 1925. Después del Concilio Vaticano II, se consideró que esa solemnidad debía ubicarse en el Domingo XXXIV del tiempo ordinario como coronación de todo el año litúrgico. Este año adquiere especial relieve, porque en toda la Iglesia universal, se celebra la conclusión del Año de la fe confesando a Cristo como Rey del Universo.
En la idea que se tenía del Cristo en el tiempo de Jesús nada podía ser más contrario que el suplicio de la crucifixión, que reservaban los romanos a los criminales más abyectos. El Evangelio de este domingo nos presenta a Jesús crucificado entre dos malhechores. Era comprensible que los magistrados de Israel, ante esa escena, pidieran una prueba de su condición de Cristo. Reconocen, sin embargo, que Jesús ha hecho cosas admirables y que en él han operado los signos dados por los profetas: «Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados» (Lc 7,22). Por eso, dicen: «A otros salvó; que se salve a sí mismo, si él es el Cristo de Dios, el Elegido». Lo mismo decían los soldados y también uno de los malhechores: «¿No eres tú el Cristo? Pues, ¡sálvate a ti y a nosotros!». En todos los siglos del cristianismo la Iglesia se ha visto perseguida, silenciada, acorralada; ha habido sistemas políticos, como el comunismo y el nazismo, que se propusieron eliminarla para siempre. Pero nunca estuvo la Iglesia más postrada y más reducida que cuando Jesús estaba en la cruz. Y es precisamente en ese momento cuando Jesús retoma su autoridad plena y se revela como Rey. Y quien merece esa revelación es un criminal, que está compartiendo con él el mismo suplicio de la cruz.
Ese malhechor tiene dos actitudes que conmueven a Jesús y lo hacen intervenir. La primera es que él reconoce sus crímenes y acepta la pena que sufre como merecida, en contraste con Jesús a quien declara injustamente condenado. Reprende a su compañero: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros, con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho». Él quiere reparar aceptando el castigo. La segunda de las actitudes, más admirable aun, es que él cree que Jesús es Rey y confía en que puede concederle lo que le pide: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a tu Reino». Él esperaba que Jesús le concediera esto en un futuro más o menos lejano, en que el paso del tiempo podría hacer olvidar: «Acuerdate». Pero el Señor nos concede siempre mucho más de lo que nos atrevemos a pedir. Jesús retoma su plena autoridad de Rey y Señor y responde: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso».
En el momento en que la Iglesia está más deprimida en la historia, cuando ya parecía que todo acababa allí, surge un acto de fe admirable y Jesús revela que él es Rey por la fuerza de su amor, es Rey precisamente porque no baja de la cruz, sino que muere en ella como acto supremo de amor, es decir, como acto enteramente voluntario. Lo hace para que nosotros podamos vivir. Nosotros nos unimos hoy a los que cantan en el cielo y en la tierra: «Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza» (Apoc 5,12).
† Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de Los Ángeles
Lectio Divina: http://www.celam.org/cebipal/index.php?name=lectioDivina