Domingo 22 de Septiembre, Vigésimo Quinto Domingo del tiempo ordinario

Lc 16,1-13. La astucia de los hijos de la luz

En el Evangelio del domingo pasado la parábola del «hijo pródigo» nos dejaba en suspenso respecto a la reacción de los dos hijos: ¿El hijo mayor depuso su indignación y se alegró con el padre por el regreso de su hermano participando en la fiesta? Y ¿el hijo menor experimentó vivo dolor por haber abandonado a su padre y haber vivido licenciosamente en un país lejano? Mayor es ciertamente el suspenso en la vida real respecto a la reacción de los que escuchaban a Jesús: ¿Los escribas y fariseos dejaron de murmurar contra Jesús y concordaron con su actitud de acercarse a los pecadores para llamarlos a conversión? Y ¿los publicanos y pecadores experimentaron dolor por su pecado y cambiaron de vida? Ambos grupos tienen que decidirse a cambiar radicalmente y deben hacerlo pronto.

Por eso, sin mayor introducción, Lucas agrega aquí la parábola del administrador infiel, que leemos este Domingo XXV del tiempo ordinario, cuyo punto central es la invitación a tomar decisiones profundas y rápidas ante la urgencia del tiempo. En efecto, a pesar de que el administrador, ante la inminencia de su destitución, actuó en forma deshonesta, granjeandose amigos con los bienes de su señor, «el señor alabó al administrador injusto porque había obrado astutamente». En el breve tiempo en que aún gozaba de la administración, se aseguró un bienestar futuro. Poco astuto habría sido ese hombre su hubiera dejado pasar el tiempo viviendo igual que antes. Entonces, el llamado a rendir cuentas habría sido el desastre total para él, como él mismo calculaba: «Cavar, no puedo; mendigar, me da vergüenza».

La parábola no sólo está dirigida a los fariseos y a los pecadores allí presentes, invitandolos a una conversión radical y pronta, sino también a todos los seres humanos. En efecto, todos escucharemos dentro de breve tiempo la orden: «Dame cuenta de tu administración». Una cosa es cierta: que será pronto. Todos escuchamos decir: «¡Qué rápido pasa el tiempo!». O: «Tal o cual cosa parece que fue ayer»; ¡y han pasado treinta o cuarenta años! Etc. Todos los bienes de que hemos dispuesto en esta vida nos han sido dados en administración, como dice San Pablo: «Nosotros no hemos traído nada al mundo y nada podemos llevarnos de él» (1Tim 6,7). Esos bienes nos han sido dados con una finalidad: procurar con ellos el bien de los demás; todo otro uso, sobre todo, disfrutar de ellos de manera egoísta, es malversación y tendremos que dar cuenta ante el Dueño de todos los bienes: «Del Señor es la tierra y cuanto la llena» (Sal 24,1).

Los bienes de este mundo han sido puestos por Dios a nuestra disposición para beneficio de todos los hombres y mujeres. Usarlos para beneficio propio es injusto. Por eso el señor aconseja: «Haganse amigos con el dinero injusto, para que, cuando llegue a faltar, los reciban en las eternas moradas». El dinero llegará a faltar inevitablemente, como dice Dios al hombre rico cuyos campos produjeron muchos bienes, quien esperando gozar de ellos muchos años, fue llamado a rendir cuentas esa misma noche: «Todo lo que has acumulado, ¿para quién será?» (Lc 12,20). Y ¿quiénes son los habitantes de esas moradas eternas que tenemos que ganarnos como amigos? Lo dice Jesús: «Dichosos los pobres, porque de ustedes es el Reino de Dios» (Lc 6,20). Ningún rico puede estar tranquilo mientras haya pobres. El dinero deja de ser injusto cuando se destina a erradicar la pobreza.

El Señor agrega: «Y si no fueron fieles con lo ajeno, ¿quién les dará lo que es de ustedes?». Ya hemos visto que lo ajeno son los bienes materiales, pues, «nada hemos traído al mundo» y saldremos de él sin nada. Pero ¿qué es lo nuestro? «Lo nuestro» es lo que nos ha sido dado para que lo poseamos más allá de nuestra salida de este mundo. «Lo nuestro» es la vida eterna. Esto es lo se nos dará, con tal que hayamos sido fieles con lo ajeno.

Por último, el Señor hace una afirmación que nos interpela: «Los hijos de este mundo son más astutos con los de su generación que los hijos de la luz». No es una mera constatación; ¡es un reproche! Pero no es universal. Hay hijos de la luz que son mucho más astutos: lo fue San Pablo, que decía: «Me he hecho todo a todos para ganar, de todas maneras, a algunos» (1Cor 9,22); lo fueron San Francisco de Asís, Santo Domingo de Guzmán, Santa Teresa de Jesús, San Francisco de Sales, el Santo Cura de Ars, San Juan Bosco, y, entre nosotros, San Alberto Hurtado. Emplearon todos sus dones para dar a conocer a Jesús, que es el Bien máximo. El Evangelio de este domingo es un llamado de Jesús a imitar esa astucia y prontitud en el breve tiempo de esta vida.

† Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de Los Ángeles

Para reflexionar
La felicidad humana generalmente no se logra con grandes golpes de suerte, que pueden ocurrir pocas veces, sino con pequeñas cosas que ocurren todos los días Anon